Comentario
Si el caravaggismo, con los aderenti de Caravaggio, se mantuvo a un alto nivel cualitativo, manifestándose como un conjunto lingüístico heterogéneo pero de contornos precisos, con los sucesivos desarrollos en Roma del naturalismo no ocurrió otro tanto. Sus caracteres fueron sustancialmente distintos respecto a la primera fase. Se desliza, en efecto, un proceso divulgador más vasto y difuso, pero basado sobre un malentendido fundamental de la herencia caravaggiesca, transformada en una técnica del cuento episódico.Quien puso el mensaje de Caravaggio al servicio del coleccionismo privado, sometiéndolo a la moda, fue Bartolomeo Manfredi (Ostiano, Mantua, hacia 1587-Roma, hacia 1620), que más que intérprete fue imitador, llegando, por una voluntaria simplificación, a resultados falsarios de su obra (Venus y Marte que castiga a Amor, Chicago, Art Institute). Asimilando en todo caso las características, pero nunca el discurso de Caravaggio, su manfrediana methodus (J. von Sandrart, "Der Teutschen Academie", 1675) consistió en extraer de las pinturas del maestro, aislándolos del contexto, esquemas y motivos en parte confeccionados, pero susceptibles de transformarse con poco esfuerzo, en escenas de género. Así, del grupo en torno a la mesa de la Vocación de San Mateo, reducido a la dimensión de medias figuras, deriva El concierto (hacia 1620) (Florencia, Uffizi). Con un método, tan simple, se podían sacar escenas de taberna, de juego, de comida o de soldadesca (Soldado con la cabeza del Bautista, Madrid, Prado); o, de la producción juvenil, obtener infinitas versiones de buenas venturas o bebedores, o cestos de frutas. Recordemos que el pensamiento de Caravaggio era ajeno del todo a la concepción de la pintura de género, que alcanza una gran fortuna a través de orígenes diversos, difundiéndose mercantilmente por ámbitos que nada tienen que ver con los del caravaggismo.Sin embargo, a pesar de suponer un quebrantamiento del quehacer de Caravaggio y una negación al principio antijerárquico y universal del imitar las cosas naturales del artista, esta producción conoció un notable éxito en Roma. En principio, porque al disminuir en la segunda década del Seicento las comisiones públicas para los pintores naturalistas, que iban en gran parte asignadas a los secuaces de los Carracci, se produce un flujo sobre el mercado privado de cuadros de colección. De modo paralelo, porque la marcha de Caravaggio de Roma (1606) había convertido en raras y muy buscadas sus obras, creándose las condiciones favorables para una imitación fraudulenta, más difícil y divulgable, de su pintura, y no para seguir con las más problemáticas y creadoras búsquedas afrontadas por los aderenti.Aunque exclusivamente destinada al coleccionismo privado, la obra de Manfredi fue la versión del caravaggismo que alcanzó mayor difusión entre los artistas nórdicos que pulularon en tomo a los círculos del marqués Giustiniani, el cardenal Del Monte y Cassiano Dal Pozzo. Su misma formación cultural les hacía fácilmente inclinables a aceptar, con entusiasmo, el fácil naturalismo caravaggiesco de Manfredi. Entre otros, ese fue el caso de Gerrit van Honthorst, conocido por Gherardo delle Notti, Dirck van Baburen y Hendrick Ter Brugghen.Gracias a la actividad de artistas holandeses residentes en Roma, también se desarrolló un realismo antirretórico, en parte a partir de la meditación sobre algunos aspectos de la revolución caravaggiesca (libertad compositiva y temática, y maestría en el uso de las luces y las sombras) que dio pie a un nuevo tipo de pintura popular con temas extraños a la historia y a la religión, centrada sobre todo en escenas de la vida callejera o de los acontecimientos cotidianos. Iniciador de este nuevo género fue Pieter van Laer, conocido por il Bamboccio dado su aspecto deforme (Haarlem, hacia 1592-1642), activo en Roma entre 1623-38. Entre sus numerosos seguidores, llamados bamboccianti, flamencos como J. Miel y M. Sweerts, u holandeses como Lingelbach, destaca el italiano Michelangelo Cerquozzi (Roma, 1602-1660), que desarrolló un estilo autónomo, con acentos notablemente más cercanos a la crónica: El abrevadero (hacia 1640) (Roma, Galleria Nazionale, Palacio Corsini), pintando también temas sacros de gran formato, batallas y naturalezas muertas.Pero el caravaggismo comenzaba a hacer aguas, perdiendo adeptos entre los pintores y admiradores entre la comitencia. Valentin de Boulogne (Coullommiers, 1594-Roma, 1632) y Giovanni Serodine (Ascona, 1600-Roma, 1630) cierran el ciclo en Roma. En sus obras se advierte la voluntad de superar la interpretación manfrediana y la conciencia de que el naturalismo se había empobrecido, siendo necesario aproximarse a otras experiencias. Así, los conciertos y las escenas de taberna de Valentin tienen una dignidad y una compostura muy superiores a la media del género (Concierto (hacia 1620), París, Louvre); y una pintura como Cristo convoca a los hijos de Zebedeo (hacia 1625) de Serodine es la más intensa e intrépida meditación sobre Caravaggio aparecida en esos años. Pero son hitos aislados de su contexto.La reinterpretación de Caravaggio hecha por Serodine, es sin duda, la más caravaggiesca entre todas las del caravaggismo, pero también la más lejana al naturalismo del maestro, por estilo y por técnica (Retrato de su padre (1628), Lugano, Museo Civico Caccia). Precisamente, para superar el método manfrediano, Serodine, por medio de una luz que no se detiene en las superficies y un toque de pincel que disgrega las formas, en nombre de un naturalismo que desmaterializa los límites de lo plástico, conduce a la renuncia de Caravaggio. Las búsquedas de Valentin y Serodine, por tanto, abren el camino de la ruptura a la forma cerrada, y en el fondo clásica, del mismo Caravaggio, con esa pincelada que disgrega la materia pictórica, densa y corpórea, y que construye la forma en el empaste del color y de las luces fluyentes.En sus pinturas, sobre todo en las de Serodine, pueden rastrearse coincidencias con las obras de un Velázquez, quizá de un Rembrandt, los verdaderos herederos, al menos ideales, del mensaje caravaggiesco.Hacia 1630, prácticamente ya no queda en Roma ningún protagonista del caravaggismo: muchos han muerto, otros se han alejado de la ciudad definitivamente, y casi todos los extranjeros están de vuelta en sus países, donde muchos prorrogarán las sugestiones caravaggiescas, adaptándolas a los gustos locales. La corriente clasicista promovida por los Carracci está sólidamente afirmada gracias a sus seguidores, al tiempo que entra en escena con fuerza el nuevo gusto barroco de Lanfranco y de Pietro Da Cortona.Llegados a este punto, y aunque sólo sea para constatar un hecho, no es posible dejar de mencionar a un extranjero que en su estancia en Roma se sintió atraído por Caravaggio, Peter Paul Rubens. Digamos aquí que, entre 1600-08, el artista flamenco estuvo al servicio de los duques de Mantua, se ligó a los ambientes de Génova y trabajó en Roma, pintando para las iglesias de la Santa Croce in Gerusalemme (1602) y Santa Maria in Vallicella (1606-08). Con esas y otras pinturas, ejecutadas en los primeros años del siglo, Rubens ya verifica el cambio de visión en clave barroca, anticipándose a todos y constituyéndose en el verdadero arquetipo de artista barroco. En ellas anuncia un modo nuevo y moderno de concebir el espacio, los escorzos, la luz, el espectáculo, la actitud sentimental. Bernini o Da Cortona no se entenderían sin Rubens.